Disciplina: aprender a decir “no”

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¡Cuánto más fácil y sencillo resultaría no restringir a los menores en su actuar! Permitir… permitir… Es que no es fácil decir “NO”.

Imponer disciplina a los hijos es una tarea sumamente difícil y trabajosa. La cultura de la globalización, entre otras causas de este fenómeno, ha penetrado en los hogares poniéndolos literalmente de cabeza.

Pero eso no es todo. Y reconozcámoslo, esta es una de las tareas menos placenteras de la paternidad. ¡Cuánto más fácil y sencillo resultaría no restringir a los menores en su actuar! Permitir… permitir… Es que no es fácil decir “NO”.

Sin embargo, el establecimiento de límites al pequeño, en cuanto a lo que puede y no puede hacer, tiene una importancia esencial en su proceso de educación y crianza. Y éste es el objetivo de la disciplina.

La disciplina no es castigo

En la primera mitad de este siglo, la psicología infantil dedicó al tema de la disciplina una gran cantidad de estudios. Estas ideas, cuando fueron expresadas por primera vez, causaron gran revuelo; hoy parecen lugares comunes.

Lentamente, hemos aprendido:

  • Que los niños necesitan del amor de unos buenos padres más que ninguna otra cosa.
  • Que muchos de los niños que tienen problemas, sufren por falta de afecto más que por falta de castigo.
  • Que están deseosos de aprender, si se les presentan proyectos escolares adecuados e interesantes para su edad.
  • Que cada niño es un individuo con una personalidad que le es propia y que se le debe permitir su libre y espontáneo desarrollo.
  • Que algunos sentimientos de celos hacia los hermanos y sentimientos ocasionales hacia los padres, son naturales.

Aquellos padres que tuvieron una infancia agradable, resultaron menos confundidos; en cambio, tuvieron más dificultades los que no fueron bastante felices durante su propia crianza.

Muchos de ellos se sintieron incluso resentidos y culpables acerca de las relaciones, por lo general tensas, que existieron en más de una ocasión con sus propios padres y no quisieron que sus hijos sintieran lo mismo hacia ellos. ¡Cuidado!

Podemos caer en el otro extremo (es bien sabido que todos los extremos son riesgosos) y pensar que lo único que necesitan los niños es amor; que debe permitírseles expresar sus

sentimientos de agresión contra sus padres y quién se oponga en su camino; que siempre que algo anda mal, es culpa de los padres; que cuando los niños se comportan mal, los padres no deben enojarse ni castigarlos, sino tratar de mostrar más amor.

Pero, ¿qué ocurre si sostenemos y practicamos estas concepciones hasta las últimas consecuencias?

Alentará a los niños a volverse pedigüeños y desagradables; hará que los padres realicen esfuerzos sobrehumanos tratando, infructuosamente, de convertirse en Superman y la Mujer Maravilla; cuando aparezca la inconducta los padres tratarán de ocultar su ira durante cierto tiempo; más allá explotarán y, cuando lo hagan, lo harán mal.

Esto los lleva a sentirse culpables; querrán remediarlo a toda costa y cualquier vía será válida: permitir, consentir, compensar…y otra vez, como la historia del huevo o la gallina,

esta “falta de disciplina de los padres” provoca una conducta peor por parte de los hijos.

¿Qué quiero decir con todo esto? Nada más y nada menos que el problema de disciplina de los hijos, es también un problema de los padres.

Que debemos someter a examen nuestras actitudes para con nuestros hijos, tratando de comprender y separar, en la teoría y en la práctica, el concepto de obediencia y el de tolerancia.

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